Somerset, Inglaterra, primavera de
1798.
—De verdad, es un gran libro
—insistió William, pero su amigo parecía demasiado abstraído como para
responder.
—Samuel, ¿en qué estás
pensando?—preguntó la hermana de William.
—Ah, no, en nada —dijo Samuel
como si despertara de un sueño—. Es decir: en nada no. Pensaba en todo lo que
ha contado tu hermano sobre el viaje alrededor del mundo del capitán George
Shelvocke. Me parece fascinante la idea de navegar y llegar hasta los mares del
sur, hasta el Antártico, los hielos y esa historia del albatros gigantesco
sobrevolando la nave hasta que aquel marinero, ¿cómo se llamaba...?
—Hatley —completó William
Wordsworth.
—Eso es, Hatley —continuó
entonces Samuel Coleridge—. Hasta que Hatley, después de varios intentos, mata
al albatros por creer que ese gran pájaro les traía mala suerte y era el
culpable de sus desventuras en el océano. Es un tema perfecto para un poema.
—Demasiado extraño —comentó
William Wordsworth, y su hermana asintió.
Samuel Coleridge sonrió.
—Ya sabes que tú y yo no
coincidimos en todo.
Y siguieron caminando,
compartiendo el silencio de una tarde de cielos despejados y sin viento.
A los pocos días, Samuel
Coleridge se sentó en su estudio y escribió uno de los poemas más enigmáticos y
más grandiosos de la literatura inglesa, con el que nacía, junto con otros
textos de su amigo Wordsworth, el movimiento romántico en la literatura anglosajona.
El título del poema era «La balada del viejo marinero»).
—Ahí está —dijo Coleridge cuando
lo tuvo terminado, mientras se recostaba en el respaldo de su asiento y leía
aquellos versos que tan famoso lo harían poco después: esas líneas en las que
describía un barco a la deriva, en medio de un mar sin viento, con los
marineros muertos de hambre y sed, sobre los que, de pronto, empezaba a
sobrevolar un enigmático y gigantesco albatros:
Day after day, day after day,
We stuck, nor breath nor motion;
As idle as a painted ship
Upon a painted ocean.
Water, water, every where,
And all the boards did shrink;
Water, water, every where,
Nor any drop to drink.
Día tras día, día tras día,
atascados, sin brisa ni
movimiento;
sobre un océano pintado.
Agua, agua, por todas partes,
y todos los tablones se encogían;
agua, agua, por todas partes,
ni una sola gota que beber.
—Ahí está —repitió Samuel
Coleridge cuando terminó su
lectura en voz alta, sin saber que cambiaba la historia de la literatura con
aquel largo poema.
Se trataba de una alegoría sobre
la lucha entre la tendencia natural de muchos seres humanos a obrar mal y el
reencuentro con la libertad gracias a la penitencia como único camino hacia la
redención. Sí, así empezó el romanticismo literario inglés y, aunque eso ni lo
sabían ni lo podían siquiera imaginar Coleridge o Wordsworth, así también
cambió la historia del heavy metal. Claro que eso sería en otro lugar, en otro
tiempo.
Madrid, primavera de 1834
Teresa había dejado de gritar, y
por fin José pudo entrar en la habitación. Todo, pese a la sangre de las
sábanas y la cara de agotamiento de Teresa, parecía estar bien. El parto había
transcurrido según lo esperado. Le pusieron el bebé en sus manos.
—Es una niña —dijo su esposa
desde la cama, con apenas un hilillo de voz suave pero serena.
—Es perfecta —respondió José, y
se quedó mirando a la pequeña recién nacida como un tonto. Tras años de exilio
en Portugal, Londres y París, habían conseguido retornar a España; y ahora,
como un gran premio después de tantos sacrificios, tenían su primer hijo.
Bueno, hija. Daba igual. Era tan hermosa como su madre.
Todo iba bien. ¿Demasiado bien?
Y es que las inclinaciones
liberales de José de Espronceda hacían que la pareja viviera con un miedo
constante a ser de nuevo expulsados del país por los seguidores más
conservadores de Fernando VII. Peor aún: vivían siempre con la angustia de que
él fuera encarcelado por sus ideas demasiado libres, demasiado libertarias. En
definitiva: por pensar demasiado.
—¿Has compuesto algo nuevo?
—preguntó Teresa, que se recuperaba rápido, elevando el tono de voz, mientras
recibía de nuevo a la niña en sus brazos.
—He escrito un poema a un pirata,
a un rebelde indómito, como nosotros. Lo he llamado «Canción del pirata». —Y
empezó a recitarlo para su esposa, mientras la niña se agazapaba entre las
sábanas y el pecho de su madre.— Con diez cañones por banda, / viento en popa,
a toda vela, / no corta el mar, sino vuela / un velero bergantín...
Espronceda, como Coleridge,
también acababa de componer la letra de otro gran poema romántico y, de nuevo
sin saberlo, otra gran canción de heavy metal. Algo que, claro, el poeta
español, como el inglés, tampoco podía imaginar.
Varsovia, 1984
La banda de rock heavy metal Iron
Maiden se prepara para salir al escenario. Decenas de miles de espectadores,
entre los que hay muchos miembros del sindicato Solidaridad, que buscan liberar
a Polonia del yugo soviético, deambulan entre los pasillos de las gradas. Todos
acuden atraídos por aquella banda que ha decidido iniciar su World Slavery Tour
en un país de la Europa del Este. Y no sólo eso: es, además, una de las
primeras veces que una banda de rock occidental viaja con todo el montaje
escénico al completo más allá del telón de acero. Steve Harris y sus compañeros
salen a escena. Las guitarras eléctricas empiezan a sonar con fuerza casi
ensordecedora. Un crescendo constante hasta que empieza a sonar la versión de
más de trece minutos de «La balada del viejo marinero», para muchos una de las
mejores canciones, si no la mejor, del heavy metal de todos los tiempos, basada
en el poema de Coleridge.
A los polacos, que llevaban años
aprendiendo inglés en secreto, les encantó.
Plaza de la Fuente número 8, Esparza de Galar, Navarra, 2000
Javi y Juanan entran en el
estudio. Son los productores. Ya están todos. Cada uno de los miembros del
grupo se pone junto a su instrumento y lo va afinando mientras los técnicos se
sientan al otro lado del cristal frente a la gran mesa de mezclas. Al cabo de
unos minutos, Javi y Juanan se miran. Asienten.
—Cuando queráis —dicen los dos al
unísono.
Y Ángel, Arturo, Iñaki, Roberto y
Paco se lanzan. Guitarras potentes para un barco que navega sin límites.
Empieza de esa forma la grabación
de la versión del grupo español Tierra Santa de la «Canción del pirata» de
Espronceda. Apasionante.
Está claro que las bandas de
heavy metal, que buscan con frecuencia temas misteriosos o épicos, cuando no
ambas cosas a la vez, han sabido ver que la poesía romántica de todas las
tradiciones literarias les ofrece exactamente eso que anhelan y, con audacia,
se han lanzado a poner música a esa gran literatura sin atender a limitaciones
ni a complejos. El resultado es sorprendente. Invito a escuchar ambas canciones
a aquellos que no las conozcan aún.
Personalmente, me quedo con la de
Tierra Santa.
Toda esta relación entre las
bandas de heavy metal y la poesía romántica inglesa o española me la han
enseñado, por supuesto, mis estudiantes. ¿Cómo quieren que deje de dar clase
con lo mucho que aprendo cada día?
Santiago Posteguillo,
La Sangre de los Libros.
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