Este blog está dedicado a la producción y difusión del pensamiento social. Por: Diego Mauricio Higuera Jimenez en colaboración con el Semillero Justicia Social "Veritas Est Font Libertatis"
domingo, 31 de julio de 2016
Sociología Jurídica 3 de 3
Personalmente creo que este tercer video contiene las reflexione smas interesantes de la charla.
jueves, 28 de julio de 2016
Temporada 3 Episodio 13 - La entrada al segundo centenario
¿Cómo llega la Argentina a sus 200 años?
Feinmann se detiene en la historia más cercana de nuestro país: la crisis y la incertidumbre de 2001, los cacerolazos de la clase media, los comienzos del kirchnerismo, el nuevo rol del estado, el poder de los medios, la presidencia de Cristina Fernández. En este capítulo, aproximaciones al más reciente pensamiento argentino.
Temporada 3 Episodio 12 - La metáfora de la Casa tomada
El triunfo electoral de Perón en 1946 puso en el margen el pensamiento de aquellos que habían dominado el poder desde la Revolución de Mayo en adelante.
En este capítulo, Feinmann retoma el conocido cuento de Cortázar como una metáfora de esta situación.
Además, comenta la relectura que hace Germán Rozenmacher de Casa tomada y profundiza en el pensamiento de Evita.
Temporada 3 Episodio 11 - El 30 y la metafísica del tango
Este capítulo te acerca a los autores más destacados y los pone en relación.
El pensamiento argentino se revela en el tango como un retrato que condensa la tristeza o la desesperación frente al fracaso, en una década titulada infame.
Si algunos cantan la desdicha, otros eligen la denuncia.
¿Existió una corriente de tango anarquista?
Temporada 3 Episodio 10 - El primer centenario
Los primeros 100 años del país se recibieron en estado de sitio y en un clima que no pudo disimular el conflicto social.
La prosperidad de la clase dirigente, la ola inmigratoria, la resistencia de los sectores populares, el diseño de una identidad nacional a medida y el ejercicio de la exclusión como política sistemática son los temas que Feinmann pone en jaque en este capítulo.
Temporada 3 Episodio 9 - La generación del 80
¿Por qué la elite intelectual del momento elige a la filosofía positiva europea para desarrollar sus ideas de país?
¿Qué pensaban los que no coincidían con esta visión?
En este capítulo, Miguel Cané, Lucio Mansilla, Julián Martel y Eugenio Cambaceres en tensión.
Temporada 3 Episodio 8 - José Hernández y Martín Fierro
Este capitulo dedicado al pensador argentino que escribió el poema más grande de la literatura gauchesca argentina.
¿Cuáles fueron las denuncias y los consejos que José Hernández propone a través de su legado escrito?
El análisis, en manos de Feinmann.
Temporada 3 Episodio 7 - Los caudillos del interior federal
¿En qué creían los federales de las provincias?
En este capítulo resolveremos estas dudas ya que, Feinmann revela el origen del pensamiento de una América Latina unida y proteccionista. Comenta el manifiesto de Felipe Varela, los escritos de Olegario Andrade, de Carlos Guido Spano y de otros referentes emblemáticos.
Temporada 3 Episodio 6 - Sarmiento en Chile
Los argumentos de este capitulo se basan en que Si las ideas del liberalismo integrado pueden asociarse con Alberdi, las del liberalismo excluyente le pertenecen a Sarmiento.
En este capítulo, comentarios sobre su obra principal, Facundo, y sobre lo que será la materia prima de una verdadera literatura nacional.
Temporada 3 Episodio 5 - Esteban Echeverría: El matadero
En este capitulo se caracterizó a la literatura argentina del siglo XIX es su relación con la historia.
Obras como El matadero y La refalosa son expresiones de intelectuales unitarios que usaron la prosa o la poesía para caracterizar a los federales como bestias sin condición humana.
Para Feinmann, estos relatos se destinaron a justificar la posterior venganza que el país de los cultos ejerció sobre el resto.
Temporada 3 Episodio 4 - Cartas a Lavalle
El General Lavalle fue el primer golpista de la historia argentina. Le apodaban "el condor ciego" o "espada sin cabeza".
Las cartas que recibió durante 1828 definieron el fusilamiento de Manuel Dorrego, entonces gobernador de Buenos Aires, y la llegada de Lavalle al poder.
En Esta clase magistral de filosofía explica las implicaciones del pensamiento unitario a través de cartas como las que escribieron Salvador María del Carril o Juan Cruz Varela.
Disfrútela es una buena historia.
Temporada 3 Episodio 3 - Alberdi y la Revolución de Mayo
Las ideas de Alberdi representan las bases del primer liberalismo argentino. Un liberalismo integracionista, muy diferente al que propone Sarmiento y que provoca desagrado entre los sucesivos gobernantes del país. En este capítulo, Feinmann te cuenta cuál fue la severa crítica de este intelectual tucumano a la Revolución de Mayo, por qué hablaba de democracia bárbara y cómo era su enfoque federalista.
Temporada 3 Episodio 2 - El Plan de Operaciones
Era Mariano Moreno el mentor filosófico de la Revolución de Mayo.
Para él, un vanguardista que creía en el racionalismo, sólo como la luz de la razón podría ordenar eficazmente la realidad. ¿En qué consistía y por qué fracasó su plan maestro? Las respuestas, en este capítulo y con José Pablo Feinmann como guía.
Temporada 3 Episodio 1 - El iluminismo y la Revolución de Mayo
En este capitulo podremos ver como la revolución independentista argentina fue un proyecto ilustrado y no un movimiento de masas populares.
¿QUE ES LA ILUSTRACIÓN? IMMANUEL KANT
¿QUE ES LA ILUSTRACIÓN?
IMMANUEL KANT
La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad
significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad
es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor par
a servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte
de tu propia razón! : he aquí el lema de la ilustración.
La pereza y la cobardía son causa de que una tan gran parte de los hombres continúe a
gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena
tutela (naturaliter majorennes); también lo son que se haga tan fácil para otros erigirse en
tutores. ¡Es tan cómodo no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que me
presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me
prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace
falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea. Los
tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la gran
mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la
emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. Después de entontecer sus
animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde
los metieron, les muestran los peligros que les amenazarían caso de aventurarse a salir de
él. Pero estos peligros no son tan graves pues, con unas cuantas caídas aprenderían a
caminar solitos; ahora que, lecciones de esa naturaleza, espantan y le curan a cualquiera las
ganas de nuevos ensayos.
Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad,
convertida casi en segunda naturaleza. Le ha cobrado afición y se siente realmente incapaz
de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la aventura. Principios y
fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso o más bien abuso, racional de sus dotes
naturales, hacen veces de ligaduras que le sujetan a ese estado. Quien se desprendiera de
ellas apenas si se atrevería a dar un salto inseguro para salvar una pequeña zanja, pues no
está acostumbrado a los movimientos desembarazados. Por esta razón, pocos son los que,
con propio esfuerzo de su espíritu, han logrado superar esa incapacidad y proseguir, sin
embargo, con paso firme.
Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en
libertad, casi inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por propia
cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber
arrojado de sí el yugo de la tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del
propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí ocurre algo
particular: el público, que aquellos personajes uncieron con este yugo, les unce a ellos
mismos cuando son incitados al efecto por algunos de los tutores incapaces por completo de
toda ilustración; que así resulta de perjudicial inculcar prejuicios, porque acaban
vengándose en aquellos que fueron sus sembradores o sus cultivadores. Por esta sola razón
el público sólo poco a poco llega a ilustrarse. Mediante una revolución acaso se logre
derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión económica o política, pero nunca
se consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino que, nuevos prejuicios, en
lugar de los antiguos, servirán de riendas para conducir al gran tropel.
Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre
todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso publico de su razón
íntegramente Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de razones! El oficial dice: ¡no
razones, y haz la instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡nada de razonamientos!, ¡a
pagar! El reverendo: ¡no razones y cree! (sólo un señor en el mundo dice: razonad todo lo
que queráis y sobre lo que queráis pero ¡obedeced!) Aquí nos encontramos por doquier con
una limitación de la libertad. Pero ¿qué limitación es obstáculo a la ilustración? ¿Y cuál,
por el contrario, estímulo? Contesto: el uso público de su razón le debe estar permitido a
todo el mundo y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres; su uso privado
se podrá limitar a menudo estrictamente, sin que por ello se retrase en gran medida la
marcha de la ilustración. Entiendo por uso público aquel que, en calidad de maestro, se
puede hacer de la propia razón ante el gran público del mundo de lectores. Por uso privado
entiendo el que ese mismo personaje puede hacer en su calidad de funcionario. Ahora bien;
existen muchas empresas de interés público en las que es necesario cierto automatismo, por
cuya virtud algunos miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente para,
mediante una unanimidad artificial, poder ser dirigidos por el Gobierno hacia los fines
públicos o, por lo menos, impedidos en su perturbación. En este caso no cabe razonar, sino
que hay que obedecer. Pero en la medida en que esta parte de la máquina se considera como
miembro de un ser común total y hasta de la sociedad cosmopolita de los hombres, por lo
tanto, en calidad de maestro que se dirige a un público por escrito haciendo uso de su
razón, puede razonar sin que por ello padezcan los negocios en los que le corresponde, en
parte, la consideración de miembro pasivo. Por eso, sería muy perturbador que un oficial
que recibe una orden de sus superiores se pusiera a argumentar en el cuartel sobre la
pertinencia o utilidad de la orden: tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con
justicia que, en calidad de entendido, haga observaciones sobre las fallas que descubre en el
servicio militar y las exponga al juicio de sus lectores. El ciudadano no se puede negar a
contribuir con los impuestos que le corresponden; y hasta una crítica indiscreta de esos
impuestos, cuando tiene que pagarlos, puede ser castigada por escandalosa (pues podría
provocar la resistencia general). Pero ese mismo sujeto actúa sin perjuicio de su deber de
ciudadano si, en calidad de experto, expresa públicamente su pensamiento sobre la
inadecuado o injusticia de las gabelas. Del mismo modo, el clérigo esta obligado a enseñar
la doctrina y a predicar con arreglo al credo de la Iglesia a que sirve, pues fue aceptado con
esa condición. Pero como doctor tiene la plena libertad y hasta el deber de comunicar al
público sus ideas bien probadas e intencionadas acerca de las deficiencias que encuentra en
aquel credo, así como el de dar a conocer sus propuestas de reforma de la religión y de la
Iglesia. Nada hay en esto que pueda pesar sobre su conciencia. Porque lo que enseña en
función de su cargo, en calidad de ministro de la Iglesia, lo presenta como algo a cuyo
respecto no goza de libertad para exponer lo que bien le parezca, pues ha sido colocado
para enseñar según las prescripciones y en el nombre de otro. Dirá: nuestra Iglesia enseña
esto o lo otro; estos son los argumentos de que se sirve. Deduce, en la ocasión, todas las
ventajas prácticas para su feligresía de principios que, si bien él no suscribiría con entera
convicción, puede obligarse a predicar porque no es imposible del todo que contengan
oculta la verdad o que, en el peor de los casos, nada impliquen que contradiga a la religión
interior. Pues de creer que no es éste el caso, entonces sí que no podría ejercer el cargo con
arreglo a su conciencia; tendrá que renunciar. Por lo tanto, el uso que de su razón hace un
clérigo ante su feligresía, constituye un uso privado; porque se trata siempre de un ejercicio
doméstico, aunque la audiencia sea muy grande; y, en este respecto, no es, como sacerdote,
libre, ni debe serlo, puesto que ministra un mandato ajeno. Pero en calidad de doctor que se
dirige por medio de sus escritos al público propiamente dicho, es decir, al mundo, como
clérigo, por consiguiente, que hace un uso público de su razón, disfruta de una libertad
ilimitada para servirse de su propia razón y hablar en nombre propio. Porque pensar que los
tutores espirituales del pueblo tengan que ser, a su vez, pupilos, representa un absurdo que
aboca en una eterización de todos los absurdos.
Pero ¿no es posible que una sociedad de clérigos, algo así como una asociación
eclesiástica o una muy reverenda classis (como se suele denominar entre los holandeses)
pueda comprometerse por juramento a guardar un determinado credo para, de ese modo,
asegurar una suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través de ellos, sobre el
pueblo, y para eternizarla, si se quiere? Respondo: es completamente imposible. Un
convenio semejante, que significaría descartar para siempre toda ilustración ulterior del
género humano, es nulo e inexistente; y ya puede ser confirmado por la potestad soberana,
por el Congreso, o por las más solemnes capitulaciones de paz. Una generación no puede
obligarse y juramentarse a colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible
ampliar sus conocimientos (presuntamente circunstanciales), depurarlos del error y, en
general, avanzar en el estado de su ilustración. Constituiría esto un crimen contra la
naturaleza humana, cuyo destino primordial radica precisamente en este progreso. Por esta
razón, la posteridad tiene derecho a repudiar esa clase de acuerdos como celebrados de
manera abusiva y criminal. La piedra de toque de todo lo que puede decidirse como ley
para un pueblo, se halla en esta interrogación ¿es que un pueblo hubiera podido imponerse
a si mismo esta ley? Podría ser posible, en espera de algo mejor, por un corto tiempo
circunscrito, con el objeto de procurar un cierto orden; pero dejando libertad a los
ciudadanos, y especialmente a los clérigos, de exponer públicamente, esto es, por escrito,
sus observaciones sobre las deficiencias que encuentran en dicha ordenación,
manteniéndose mientras tanto el orden establecido hasta que la comprensión de tales
asuntos se hay a difundido tanto y de tal manera que sea posible, mediante un acuerdo
logrado por votos (aunque no por unanimidad), elevar hasta el trono una propuesta para
proteger a aquellas comunidades que hubieran coincidido en la necesidad, a tenor de su
opinión más ilustrada, de una reforma religiosa, sin impedir, claro está, a los que así lo
quisieren, seguir con lo antiguo. Pero es completamente ilícito ponerse de acuerdo ni tan
siquiera por el plazo de una generación, sobre una constitución religiosa inconmovible, que
nadie podría poner en tela de juicio públicamente, ya que con ello se destruiría todo un
período en la marcha de la humanidad hacia su mejoramiento, período que, de ese modo,
resultaría no sólo estéril sino nefasto para la posteridad. Puede un hombre, por lo que
incumbe a su propia persona, pero sólo por un cierto tiempo, eludir la ilustración en
aquellas materias a cuyo conocimiento está obligado; pero la simple y pura renuncia,
aunque sea por su propia persona, y no digamos por la posteridad, significa tanto como
violar y pisotear los sagrados derechos del hombre. Y lo que ni un pueblo puede acordar
por y para sí mismo, menos podrá hacerlo un monarca en nombre de aquél, porque toda su
autoridad legisladora descansa precisamente en que asume la voluntad entera del pueblo en
la suya propia. Si no pretende otra cosa, sino que todo mejoramiento real o presunto sea
compatible con el orden ciudadano, no podrá menos de permitir a sus súbditos que
dispongan por sí mismos en aquello que crean necesario para la salvación de sus almas;
porque no es ésta cuestión que le importe, y sí la de evitar que unos a otros se impidan con
violencia buscar aquella salvación por el libre uso de todas sus potencias. Y hará agravio a
la majestad de su persona si en ello se mezcla hasta el punto de someter a su inspección
gubernamental aquellos escritos en los que sus súbditos tratan de decantar sus creencias, ya
sea porque estime su propia opinión como la mejor, en cuyo caso se expone al reproche:
Caesar non est supra grammaticos, ya porque rebaje a tal grado su poder soberano que
ampare dentro de su Estado el despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de
sus súbditos.
Si ahora nos preguntamos: ¿es que vivimos en una época ilustrada? la respuesta será:
no, pero sí en una época de ilustración. Falta todavía mucho para que, tal como están las
cosas y considerados los hombres en conjunto, se hallen en situación, ni tan siquiera en
disposición de servirse con seguridad y provecho de su propia razón en materia de religión.
Pero ahora es cuando se les ha abierto el campo para trabajar libremente en este empeño, y
percibimos inequívocas señales de que van disminuyendo poco a poco los obstáculos a la
ilustración general o superación, por los hombres, de su merecida tutela. En este aspecto
nuestra época es la época de la Ilustración o la época de Federico.
Un príncipe que no considera indigno de sí declarar que reconoce como un deber no
prescribir nada los hombres en materia de religión y que desea abandonarlos a su libertad,
que rechaza, por consiguiente, hasta ese pretencioso sustantivo de tolerancia, es un príncipe
ilustrado y merece que el mundo y la posteridad, agradecidos, le encomien como aquel que
rompió el primero, por lo que toca al Gobierno, las ligaduras de la tutela y dejó en libertad a
cada uno para que se sirviera de su propia razón en las cuestiones que atañen a su
conciencia. Bajo él, clérigos dignísimos, sin mengua de su deber ministerial, pueden, en su
calidad de doctores, someter libre y públicamente al examen del mundo aquellos juicios y
opiniones suyos que se desvíen, aquí o allá, del credo reconocido; y con mayor razón los
que no están limitados por ningún deber de oficio. Este espíritu de libertad se expande
también por fuera, aun en aquellos países donde tiene que luchar con los obstáculos
externos que le levanta un Gobierno que equivoca su misión. Porque este único ejemplo
nos aclara cómo en régimen de libertad nada hay que temer por la tranquilidad pública y la
unidad del ser común. Los hombres poco a poco se van desbastando espontáneamente,
siempre que no se trate de mantenerlos, de manera artificial, en estado de rudeza.
He tratado del punto principal de la ilustración, a saber, la emancipación de los hombres
de su merecida tutela, en especial por lo que se refiere a cuestiones de religión; pues en lo
que atañe a las ciencias y las artes los que mandan ningún interés tienen en ejercer tutela
sobre sus súbditos y, por otra parte, hay que considerar que esa tutela religiosa es, entre
todas, la más funesta y deshonrosa. Pero el criterio de un jefe de Estado que favorece esta
libertad va todavía más lejos y comprende que tampoco en lo que respecta a la legislación
hay peligro porque los súbitos hagan uso público de su razón, y expongan libremente al
mundo sus ideas sobre una mejor disposición de aquella, haciendo una franca crítica de lo
existente; también en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningún monarca se
anticipó al que nosotros veneramos.
Pero sólo aquel que, esclarecido, no teme a las sombras, pero dispone de un numeroso y
disciplinado ejército para garantizar la tranquilidad publica, puede decir lo que no osaría un
Estado libre: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis pero obedeced ! Y aquí
tropezamos con un extraño e inesperado curso de las cosas humanas; pues ocurre que, si
contemplamos este curso con amplitud, lo encontramos siempre lleno de paradojas. Un
grado mayor de libertad ciudadana parece que beneficia la libertad espiritual del pueblo
pero le fija, al mismo tiempo, límites infranqueables; mientras que un grado menor le
procura el ámbito necesario para que pueda desenvolverse con arreglo a todas sus
facultades. Porque ocurre que cuando la Naturaleza ha logrado desarrollar, bajo esta dura
cáscara, esa semilla que cuida con máxima ternura, a saber, la inclinación y oficio del libre
pensar del hombre, el hecho repercute poco a poco en el sentir del pueblo (con lo cual éste
se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de obrar) y hasta en los principios del
Gobierno, que encuentra ya compatible dar al hombre, que es algo más que una máquina,
un trato digno de él.
martes, 26 de julio de 2016
FUNES EL MEMORIOSO POR JORGE LUIS BORGES
Jorge Luis Borges
(1899–1986)
Funes El Memorioso
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, elThesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas... Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucios y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
EL IDIOMA ANALITICO DE JHON WILKINS POR JORGE LUIS BORGES
El idioma analítico de John Wilkins Jorge Luis Borges | |
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ELOGIO A LA DIFICULTAD ESTANISLAO ZULETA
ELOGIO DE LA DIFICULTAD
Por: Estanislao Zuleta
La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara
como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos,
islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación
y sin muerte. Y por tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada
sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente
inexistentes.
Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, si no fuera porque constituyen el modelo
de nuestros anhelos en la vida práctica. Aquí mismo, en los proyectos de la existencia
cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de
la seguridad garantizada, de las reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas.
Puede decirse que nuestro problema no consiste sólo ni principalmente en que no seamos
capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que
nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma
misma de desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante,
compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar,
deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última
instancia un retorno al huevo.
En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente
para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa
sala-cuna de abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía
llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global,
capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos
que desgraciadamente sí han existido. Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de
habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él. Desconfiemos
de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos
en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen
entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos
miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación.
1
Conferencia leída por Estanislao Zuleta el día viernes 21 de noviembre de 1980 en el acto en el que la Universidad del Valle le concedió el
Doctorado Honoris Causa en Psicología, como reconocimiento a sus méritos académicos e intelectuales. Esta versión ha sido tomada de: El
elogio de la dificultad y otros ensayos. Novena edición. Hombre nuevo editores y Fundación Estanislao Zuleta, Medellín 2005, pp. 13-18.
Agradecemos muy especialmente a Yolanda Rodríguez de la Fundación Estanislao Zuleta por permitirnos la reimpresión de esta conferencia.
Título que resume en una frase concisa el tema central
del escrito. En este caso el título condensa la tesis del
autor. Los logros significativos de la humanidad siempre
han requerido una gran dosis de esfuerzo y compromiso.
El facilismo sólo conduce a la irracionalidad
y al dogmatismo.
Párrafo introductorio realizado en función tanto del
desarrollo del tema como de su conclusión. El autor
presenta los “antecedentes empíricos” del problema que
va a discutir en su escrito, es decir que plantea una situación
que, a su juicio, ocurre en la realidad. Muestra que
con mucha frecuencia la respuesta que se tiende a dar a
los problemas es la más trivial y, en consecuencia, la
más pobre e insatisfactoria.
Planteamiento del problema. Se trata de una dificultad
teórica o práctica cuya solución no puede darse directa
e inmediatamente, sino que requiere un proceso de
reflexión y/o de investigación. El problema permite
orientar el curso de la reflexión o la investigación. El que
plantea el autor tiene que ver con la inadecuación que
muchas veces se presenta entre lo que se espera lograr
en la vida y la forma como se enfrenta la consecución de
dichos objetivos.
El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran
una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los
medios que procurarán su conquista.
Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en
una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que se
atrevieran a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria:
sus argumentos no son argumentos sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o
bien máscaras de malignos propósitos. En lugar de discutir un razonamiento se le reduce
a un juicio de pertenencia al otro –y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo–, o se
procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el
punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda diferencia: el que
no está conmigo está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo.
Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la razón que consiste en la
petición de un fundamento último e incondicionado de todas las cosas, así también hay un
verdadero abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la
“causa” absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.
Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras
santas y sus orgías de fraternidad, no es una característica exclusiva de ciertas épocas
del pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede
funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva
y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o supuestamente
divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación propia
de la lógica paranoide que afirma un discurso particular –todos lo son– como la designación
misma de la realidad y los otros como ceguera o mentira.
El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la
promesa de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste
en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan
a sus miembros una identidad exaltada por la participación, separan un interior bueno –el
grupo– y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye
mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce
la más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad.
Desarrollo del tema mediante el planteamiento de una tesis o
proposición que se sustenta mediante el uso de argumentos.
En éste y los párrafos siguientes el autor esgrime argumentos
históricos, filosóficos, sociológicos, psicológicos y
políticos para sustentar su tesis en contra de las soluciones
facilistas y a favor de las bondades del esfuerzo y el compromiso
en la construcción tanto de la individualidad como de la
sociedad. El autor despliega su reflexión mediante el uso del
método de oposiciones argumentativas (método dialéctico):
facilidad vs. esfuerzo, seguridad vs. riesgo, permanencia vs.
Cambio, dogmatismo vs librepensamiento.
Exposición de argumentos a favor de la tesis central de
la disertación: el valor de la dificultad. El autor acude a
la estrategia dialéctica de presentar las consecuencias
negativas que se pueden derivar de adoptar las vías del
facilismo, es decir el camino contrario al que está
defendiendo en su ponencia.
Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones
colectivas, se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus
miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad,
sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el
sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de
ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.
Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que
las generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el
descrédito en que cae el concepto de respeto. No se quiere saber nada del respeto, ni de la
reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos valores aparecen más bien
como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que se ha
abdicado a las más caras esperanzas.
Porque el respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo,
la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones humanas.
Y como el respeto es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya
no se cree que la diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y
espontánea, o en una fusión amorosa.
No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo
a sus consecuencias, ejercer sobre él una crítica, válida también en principio para el
pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la
verdad habla por nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser
error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente
de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra.
Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él sólo puede ser
imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción
apocalíptica de la historia, las normas y las leyes de cualquier tipo son vistas como
algo demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y de encarnar
la promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree en la misión
incondicionada.
La argumentación se hace cada vez más fina. El autor,
continuando con su estrategia dialéctica de presentar los
efectos prácticos del facilismo, muestra los funestos
resultados que dicha actitud puede acarrear en términos
de la configuración de las relaciones sociales.
A partir de aquí el autor comienza a presentar sus conclusiones.
Estas expresan una valoración de lo expuesto en el
desarrollo del tema, determinan el punto de vista del autor y
anticipan las propuestas de solución. En el caso presente, el
autor, apoyado en los argumentos discutidos durante el
desarrollo del ensayo, establece una relación causal entre el
facilismo y lo que él denomina la “desidealización” de la
vida. Esta relación tiene consecuencias directas en la naturaleza
de condiciones de vida individuales y sociales.
Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente que se
aprenda a valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado o estimado
sólo negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola de
pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica a una sociedad
injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era fundamentalmente
correcta y que el combate por una organización social racional e igualitaria sigue siendo
necesario y urgente. A la desidealización sucede el arribismo individualista que además
piensa que ha superado toda moral por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza
de una vida cualitativamente superior.
Lo más difícil, lo más importante, lo más necesario, lo que de todos modos hay que intentar,
es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación
paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es valorar positivamente el
respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que
enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una
imaginaria comunidad de los justos cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho.
Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre
sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que
no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar
nuestras posibilidades.
Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos,
en la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad
lógica; es decir, el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando
se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los errores propios y los del otro
cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro aplicamos el esencialismo:
lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su ser más profundo;
en nuestro caso, aplicamos el circunstancialismo, de manera que aún los mismos
fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura.
Él es así; yo me vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este
resultado.
El discurso del otro no es más que un síntoma de sus particularidades, de su raza, de su
sexo, de su neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los
hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se
juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados.
Argumentación afirmativa. El autor no se limita a
plantear la crítica al facilismo y sus consecuencias,
sino que propone estrategias para intentar resolver
el problema planteado.
Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre
una doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos,
puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo. La
difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta
no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los
intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto.
Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa
que defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble
falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.
En el carnaval de miseria y derroche propios del capitalismo tardío se oye a la vez lejana y
urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de
situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad. Dostoievski nos
enseñó a mirar hasta dónde van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana:
van sólo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa
en una empresa común se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la
búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos
libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un sentido Dostoievski
entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro
amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la
angustia de la razón.
Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento
histórico, el psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del
pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo
insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la rebelión
magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a cambio de halagos
y protecciones; surge la insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar
el destino que se les ha fabricado. Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:
“También esta noche, Tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor.
Y alientas otra vez en mi
la aspiración de luchar sin descanso
por una altísima existencia”.
EL CONCEPTO DE EDUCACION IMMANUEL KANT
El concepto de Educación en Kant:
La educación, según Kant, es un arte cuya pretensión central es la búsqueda de la perfección humana. Esta cuenta con dos partes constitutivas: la disciplina, que tiene como función la represión de la animalidad, de lo instintivo; y, la instrucción, que es la parte positiva de la educación y consiste en la transmisión de conocimiento de una generación a otra.
Educarse, de acuerdo a la perspectiva kantiana, le resulta indispensable al ser humano por tres razones: Primero, porque “únicamente por la educación el hombre llega a ser hombre” (Kant: 31), antes de ella un individuo de la especie se encuentra sumido en una condición que no es la propiamente humana. Esto nos conduce a la idea de que el ser humano se encuentra en una situación de desigualdad frente a los otros animales, pues lo que le caracteriza como especie no lo adquiere plenamente por vía genética sino que lo logra educándose. Segundo, porque esa desigualdad se traduce en una debilidad relativa, “el hombre es la única criatura que ha de ser educada” (Kant: 29), la educación queda planteada también como una salvaguarda que faculta al ser humano para defenderse en la realidad, le ofrece las herramientas que desde el punto de vista instintivo le son limitadas. Tercero, porque esas facultades alcanzadas por medio de la educación no sólo son herramientas para su subsistencia, sino que, al mismo tiempo, son el gran secreto de la perfección de la naturaleza humana (Kant: 32).
Hasta aquí la educación aparecería como una necesidad, no obstante, Kant se ocupa de subrayar que también es una responsabilidad; este aspecto está vinculado con algo que se ha expresado líneas arriba, en la educación yace la posibilidad de la perfección humana, de la dicha futura de la especie, de una condición ideal que puede ser planteada como destino. Si esto es así el ser humano ha de intentar alcanzar su destino y por tanto debe construir un concepto de él que se coloque como fin del proceso educativo; es decir, la especie humana tendría un deber moral ineludible educarse para buscar su destino (Kant: 33-34).
Pero, el ser humano no puede obrar aisladamente para el cumplimiento de esta labor, “No son los individuos, sino la especie humana quien debe llegar aquí – a su destino -” (Kant: 34). Esto conduce a Kant a percibir la educación como un arte que ha de ser perfeccionado por muchas generaciones, y, que por tanto, avanza poco a poco. Una generación trasmite el conocimiento y la experiencia a otra, y esta, en la medida de sus posibilidades, los aumenta para trasmitirlos a una nueva. La educación se encuentra vinculada entonces a los avances y retrocesos propios de la humanidad, del ser humano como especie. Aunque, esto no implica que los individuos no puedan y deban buscar educarse por si mismos, pero si, que el ideal de educación es construido social e históricamente.
Para este filósofo, ese destino ideal, esa realidad posible, ha de marcar tanto al acto educativo que llega a considerar que las nuevas generaciones deben educarse de acuerdo a ese futuro anhelado: “No se debe educar a los niños conforme al presente, sino conforme a un estado mejor, posible en lo futuro, de la especie humana; es decir, conforme a la idea de humanidad y de su completo destino. Este principio es de la mayor importancia.” (Kant: 36). De tal manera, la educación tendría que pensarse y partir de dos principios básicos para Kant, el cosmopolitismo o la universalidad y la idea de búsqueda de un futuro mejor para la humanidad.
Por los múltiples compromisos morales que desde esta perspectiva se vinculan a la actividad educativa, Kant sostiene que quienes deben ocuparse de la organización de las escuelas deben ser los conocedores más ilustrados, “personas de sentimientos bastantes grandes para interesarse por un mundo mejor, y capaces de concebir la idea de un estado futuro perfecto.” (Kant: 37). Si se suma esto al hecho de que advierte la necesidad de convertir la pedagogía en ciencia, se puede decir que Kant piensa la educación como una de las más altas labores humanas.
Una labor que no carece de dificultad, pues, como desde el comienzo del texto insinúa su autor, la educación está marcada por un juego dialéctico que goza de una enorme complejidad; en ella se debe conciliar una legítima coacción, la sumisión del individuo, con la facultad de servirse de su voluntad. Por ello Kant entiende que: “Al hombre se le puede adiestrar, amaestrar, instruir mecánicamente o realmente ilustrarle. (…) Sin embargo, no basta con el adiestramiento; lo que importa, sobre todo, es que el niño aprenda a pensar.” (Kant: 39) Y, si este es el fin inicial de educar sin duda el filósofo alemán esta pensando en que la educación es una herramienta indispensable para la libertad.
Presupuesto sobre los que basa su concepto: Hombre, sociedad, conocimiento.
Kant advierte en el documento que el ser humano se haya sometido a una condición de animalidad que les es natural, por esta razón el instinto y el capricho juegan un papel importante en su comportamiento, pues, pueden conducir a los miembros de la especie a desarrollar conductas inadecuadas que han de ser domeñadas. El dominio de este tipo de actuaciones es posible y necesario, por lo cual, el ser humano es para la concepción Kantiana expresada en el texto perfectible y por tanto educable.
Partiendo de esta idea la sociedad aparece en Kant como el conjunto de la especie humana, aquel que puede llegar a plantear un concepto universal de educación y perfección, un ideal que supera las nociones individuales y particulares que se pueden tener al respecto. Este precepto cosmopolita se constituye en medio del influjo de varias generaciones, en tal sentido, es histórico y la sociedad misma también lo es. De tal forma, el conocimiento es en Kant una producción humana que avanza poco a poco, que se transmite de una generación a otra para ser redefinido y aumentado, por tanto no es un producto acabado o irrefutable.
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